viernes, 24 de noviembre de 2006

FUNDACIONES, POR LA SALUD Y LA RIQUEZA

Por Arturo Prins
Para LA NACION

“¿Por qué no interesan al ciudadano común en el apoyo a la investigación del cáncer?”, sugirió el premio Nobel César Milstein cuando lo visité en Cambridge, en 1991. El había ideado el método para lograr anticuerpos monoclonales y nuestra fundación financiaba en la Argentina un programa científico que los aplicaba contra el cáncer.

Preocupado por nuestros recursos, Milstein tenía presente la Cancer Research Campaign, la institución inglesa que más donaciones recaudaba con ese fin. En Gran Bretaña, como en los Estados Unidos, la filantropía está muy generalizada: los individuos, en conjunto, son quienes más aportan, especialmente los de medianos y bajos recursos.

De regreso a la Argentina, lanzamos una singular campaña en una cena benéfica, con Milstein como invitado especial. Era el 11 de marzo de 1992. Centenares de ciudadanos comenzaron a cooperar con nuestros mejores científicos a través de una moderna alcancía: la tarjeta de crédito, que por primera vez servía para canalizar pequeñas donaciones mensuales a una fundación. ¡En tres años teníamos casi 7000 donantes y ahora nos acercamos a los 50.000!

Pocos días antes de su muerte, en 2002, enviamos a Milstein un diploma que otorga la Direct Marketing Association (DMA), de los Estados Unidos, a quienes colaboran en campañas de bien público que hayan ganado un Echo Award, la distinción más importante del mundo en marketing directo, otorgada a la Fundación Sales en 2001 y en 2003.

Donar recursos para ampliar el conocimiento científico constituye una acción filantrópica, sin duda; pero al mismo tiempo permite construir riqueza.

A fines de los años 50, los países desarrollados aunaron criterios en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico para medir en términos económicos las inversiones en investigación y desarrollo (I+D). Las empresas tenían un papel protagónico: incorporaban conocimiento y desarrollaban productos con alto valor agregado, que patentaban. El Estado y las instituciones filantrópicas (mayormente, las fundaciones) cumplían otro papel: generar el conocimiento en las universidades y centros científicos y financiar las primeras y más difíciles etapas de los procesos de I+D, con capitales de riesgo.

Una economía es tecnológicamente atrasada si invierte menos del uno por ciento del PBI en I+D. La inversión argentina nunca alcanzó el 0,50%. Las economías avanzadas superan el dos y el tres por ciento.

Hay desarrollo cuando el sector empresarial aporta más del 50% de la inversión total en I+D. En los países avanzados, supera el 60%. En el nuestro no llega al 30. El Estado financia la mayor parte del proceso, por lo que nuestra industria –salvo excepciones– es poco competitiva y está protegida por altos aranceles. Todo un círculo vicioso.

Las instituciones filantrópicas son una tercera fuente de financiamiento. Las de Canadá y Estados Unidos –países líderes– aportan entre el dos y el tres por ciento del total invertido en I+D. Las de la Argentina, alrededor del 2,5%, lo que las transforma en el sector de financiamiento mejor proporcionado. Aunque no son más de 40 – entre decenas de miles–, las fundaciones argentinas que invierten en I+D tienen ganada esa posición. Aportan unos 20 millones de dólares al año y actúan mayormente en las universidades públicas y el Conicet, que generan la mayor parte del conocimiento, pues nuestras universidades privadas hacen poca investigación.

Hay que tomar en cuenta la protección del conocimiento. Nuestros científicos suelen publicar sin haber patentado. Otros países, que sí patentan, también pierden oportunidades. En mi última visita a Milstein, en 1999, lo escuché lamentarse porque la National Research Development Corporation le había negado patentar sus anticuerpos monoclonales. La entidad inglesa no vio, en 1976, su gran aplicación posterior en medicina e investigación y perdió enormes beneficios.

Nuestra fundación, que el 11 de noviembre cumplió 30 años ( www.sales.org.ar ), financia y coejecuta tres programas contra el cáncer con el Conicet. El organismo aporta personal científico de excelencia y sus institutos; la fundación, los equipos de alta tecnología, gastos de patentes, becas, asistencia a congresos, etc. Nuestros convenios con el Conicet, los primeros en su tipo, establecen la titularidad de las patentes para ambas instituciones, por lo que la propiedad de los resultados queda en el país.

El doctor José Mordoh –discípulo de otro premio Nobel argentino, Luis F. Leloir– dirige uno de esos programas: desarrolla vacunas terapéuticas antitumorales que actúan sobre la misma enfermedad y despiertan nuestra inmunología. La vacuna recientemente aprobada contra el cáncer de cuello uterino, de Merck Sharp & Dohme, es preventiva, pues este cáncer tiene origen virósico. Tras 18 años de estudios y ensayos de fase uno sobre pacientes, nuestra vacuna inicia ahora una fase definitiva, previa aprobación de la autoridad sanitaria: 72 pacientes con melanoma (el más grave cáncer de piel), en estadio de muy alto riesgo, serán vacunados; otros 36 recibirán interferón alfa, el medicamento más utilizado hoy. Si la vacuna fuera eficaz, como se viene probando en grupos más pequeños, en tres o cuatro años habremos logrado una medicina para un cáncer muy frecuente entre personas de 15 a 44 años, cuya morbilidad crece en el mundo y en el país registra 5000 nuevos casos por año.

La Fundación Sales tomó la decisión de financiar también este ensayo final, pues los pacientes se vacunan sin costo. La prueba, con equipos de muy alta tecnología, que ya importamos, nos costará alrededor de un millón de dólares. Miles de ciudadanos de medianos y bajos recursos donaron en estos años 4.350.000 dólares que se aplicaron a nuestros programas, junto a empresas, fundaciones y grandes donantes individuales. El conjunto de los pequeños contribuyentes aportó más que los mayores, pero éstos nos permitieron afrontar las importaciones más costosas.

Estamos en el punto culminante de un proceso de I+D, donde la investigación básica y aplicada confluirá en el desarrollo experimental empresario. Vivimos el proceso de la transferencia tecnológica a una empresa argentina: el laboratorio Pablo Cassará, que está en condiciones de realizar el desarrollo farmacéutico, con los estándares exigidos para registrar y comercializar la vacuna internacionalmente. La acción empresarial es fundamental para la producción y exportación de la nueva medicina y será paralela a la fase científica final, que se realiza en centros de excelencia: Instituto de Investigaciones Bioquímicas Buenos Aires (IBBA-Conicet), Fundación Instituto Leloir, Centro de Investigaciones Oncológicas, Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA) y Hospital Interzonal de Agudos Eva Perón.

En la Argentina, hay poquísimos desarrollos farmacéuticos innovadores. El nuestro sería el primer desarrollo local contra el cáncer que, además, puede constituirse en la primera vacuna terapéutica antitumoral del mundo. Los beneficios para el país serían importantísimos en lo económico y en el campo científico. El círculo virtuoso muestra el papel de las fundaciones y de los ciudadanos en los procesos de I+D, que debería extenderse para ayudar a construir nuestra riqueza.

El autor es director ejecutivo de la Fundación Sales y vocal titular de la Federación de Fundaciones Argentinas.